Un cuarto es
arte. Otro cuarto ironía, y la mitad sobrante racionalidad.
A mis ojos, el
universo en sí es la combinación entre un
puzle de tamaño infinito y un cubo de rubik que tiene como colores cada
tonalidad del espectro visible. No tiene bordes que lo delimiten, y cada vez
que uno logra combinar dos piezas correctamente se modifican cien para mal. Ahí
reside su belleza, pues es su complejidad lo que lo hace interesante. Aunque es
cierto que los patrones vitales del ser humano no esconden ningún misterio, sí
que lo esconden sus vidas. Las existencias anodinas me aburren. No hablo de las
historias superpuestas durante décadas con los mismos planteamientos, nudos y
desenlaces pero con distintos nombres. Estoy citando al caos, el giro
argumental. La ruptura del destino.
Aborrezco las
pautas, y todo lo que sea políticamente correcto. Desconozco la debilidad e
ignoro la estupidez. Constantemente sólo se me ocurren impertinencias que
escupo con tal de escapar de la trivialidad. Humillo a los pseudointelectuales
con la retórica y el sarcasmo, y aunque ello no me hace un buen hombre confieso
que me divierte. Uso el lenguaje para cercenar el orgullo de los ególatras y
ridiculizo a los idiotas que leen 1984 sólo para poder anunciar diariamente que
lo han leído.
He fingido
timidez, he hecho llorar a mujeres hermosas sólo por capricho y he llegado a la
conclusión de que el fin sí justifica los medios. He usado mis puños para
obtener victorias que no podían lograr mis palabras. He amado la escritura
hasta el punto de asquearla al comprender lo terriblemente patética que era . Si me he reencarnado en un solo de
guitarra ha sido en el de Reptilia de The Strokes, y si renací en un cuadro fue
en El Caminante sobre el mar de Nubes. Soy competitivo a límites
incomprensibles, e incapaz de aceptar una
derrota.
No alcanzo a
comprender como funcionan los engranajes de mi cabeza. Se que memorizo rostros
con tan solo verlos una vez y que puedo recordar frase por frase centenares de
conversaciones que he mantenido en mi vida sin esfuerzo alguno. Se que con tan
solo observar un paisaje durante cinco segundos puedo describírtelo milímetro a
milímetro. También soy consciente de que evito voluntariamente todo lo que me
parece aburrido, lo que ya he comprendido o lo que simplemente no me inspira. Y
prácticamente todo me aburre. Admito que encuentro en la tristeza una belleza
que no habita en otro sitio. Que soy un inconformista taciturno para el cual nunca nada es suficiente. Incluso reconozco que en los textos en los
que me describo oculto mis cosas buenas para ofrecerle al conjunto mayor énfasis
en mi idea. Pero soy así.
Hace seis
meses cuando dejé a mi última novia me dijo que era un egoísta que solo pensaba
en sí mismo. Me dijo llorando que no le prestaba la atención que requería y que
todo me daba igual.
A decir verdad, me importa un
carajo.
Yo soy yo. Soy
un hombre que ocupa un lugar en el espacio en un planeta de una galaxia del universo. Ni mi voz, ni mi
esencia son perfectas, pero sí son únicas. Y ello me está permitiendo que
comience a aceptar lo vulgar que soy. Las personas tienden a autodefinirse como
especiales con el fin de solventar su necesidad de ejercer un cometido y poder tener un salvavidas que le impida
ahogarse en un mar llamado tiempo. Necesitan de un protagonismo ficticio, una
heroicidad falsa para sentirse únicos y especiales. Es ese el motivo por el que
insulto el destino, la casualidad, la causalidad, el albedrío, la identidad y la
unicidad.
Pero aún así
tengo la desfachatez de vestir camisa negra, de expresarme abiertamente y de sentir
que puedo hacer lo que me plazca.
Aún tengo la osadía de reconocer
que soy Jorge Cruz.
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