Claire se encontraba sola en su
cuarto.
La Luna
flotaba en el cielo como un globo flota alrededor del niño a cuya mano está
atado, y cubría la madrugada de una atmósfera terriblemente atractiva que
parecía haber sido invocada con un conjuro fúnebre. La habitación llena de
muñecas de porcelana con vestidos del siglo XIX, olía a rosas, almizcle y
canela. Los frascos de perfume apilados en Torres de Babel y el estuche de
maquillaje esparcido por el escritorio sólo eran disfraces para enmascarar su soledad.
Para Claire el vacío que dejaban las personas era como el frío del invierno; de
noche era indescriptiblemente más intenso.
Entre sonatas
de música clásica, a medio camino del arrebato violento del violín y del delicado
frenesí de la flauta dulce, Claire ingería antidepresivos como si se trataran de caramelos de fresa. Y
tras derramar una lágrima, que se deslizó por su mejilla en una caricia y luego
se precipitó sobre la hoja de un libro difuminando la tinta de la palabra “nosotros”, decidió quitarse la vida.
Con el temple característico
de las personas que saben que le queda poco tiempo en el mundo, se dirigió a su
escritorio, y de uno de los cajones sacó un pequeño cofre de caoba cuya
cerradura había roto años atrás siendo una niña. Con serenidad giró la bisagra
y observó el contenido del cofre. En el fondo, recogiendo una fina capa de
polvo reposaba su diario. Tenía la tapa aterciopelada, del violeta que torna el
cielo en aquellos atardeces propios de cuando se acaba la primavera. En él
había dejado toda su existencia y sus sentimientos. Era su mejor amigo en la
angustia y su único confidente en los días crueles sin sentido. Claire lo sacó
del cofre y abrió cuidadosamente la tapa. En su interior una cuchilla relucía
con un destello muy intenso que recordaba a la luz que alumbra la escena final
del último acto de una obra de teatro. La posó sobre su muñeca al igual que una
hoja seca se posa sobre la acera una vez llega el Otoño. Un último pensamiento
destinado a un hombre. Un último instante para aceptar que sus labios jamás volverían a besar.
-Me gustan las
personas con cicatrices. Me hace recordar las mías.
Claire se sobresaltó con un grito
mudo y rápidamente dirigió la mirada a la oscura esquina de su cuarto de donde
provenía la voz.
-¿Quién
anda ahí?-Le preguntó a las tinieblas con una voz frágil y rota.
De la oscuridad infinita emergió
con lentitud la figura de un hombre. Su imagen oscurecida iba iluminándose muy
lentamente cómo si un foco de luz lo sacara a escena. Una vez la luz lo inundó
por completo hizo que su presencia fuera todo cuanto importaba en la
habitación.
-No te cortes
las venas. Si lo haces tendré que cosértelas yo mismo. Y a decir verdad, la
única costura que me parece interesante es la costura de tus labios..-Dijo el
hombre vestido con camisa púrpura y ojos oscuros sin que sus palabras dejasen
la más mínima duda de que se trataban de una orden y no de un ruego.
-Eres tú…
-Siempre soy
yo. Soy yo cuando compones entre claves de Sol la melodía de tu vida y cuando
dibujas a carboncillo cielos ardiendo y costas en Septiembre. Cuando escribes
desnudando tu ser o cuando sueñas con catástrofes de las que yo te salvo. También
soy yo cuando contemplas los ojos de otros hombres y te preguntas sobre mí sin
hallar respuesta, e incluso cuando los besas, en esos momentos también sigo
siendo yo. Soy yo quien genera el flujo de interés en el río de tu existencia.
Soy la contracorriente y la noche en que te sientes sola. Soy la máxima
influencia en tu universo. El verso que no puede ser pronunciado. La palabra
que detiene la guerra.
- Márchate, te
lo ruego.
-¿Por qué
señorita?
-Porque tu
mera presencia hace que me duela aquí.-Claire señaló su propio corazón con la uña
de su dedo índice.
-Que abandone
éste lugar no significa que vaya a desaparecer de tus recuerdos. Lo sé bien
porque he comprendido, desde el punto de vista de cada estación, lo que
significa el olvido. He saboreado sus distintos matices y he sentido pasión por
la oscuridad. Lo reconozco. Soy cruel, romántico y siniestro. Desdichado, grosero
y sombrío. Pero, ¿acaso eso no es lo que me hace hermoso?
Él se dirigió hacia ella seguro y
firme, como si el universo no pudiera detenerlo. Luego agarró su muñeca como si
se tratara de un ramo de rosas y se desprendió de la cuchilla que cayó al suelo
con un sonido metálico y fugaz. Al igual que Hamlet sujetando entre sus dedos la
calavera de Yorick, el hombre sujetó la barbilla de Claire entre sus dedos y la
miró a los ojos. Ella contempló en ellos la oscuridad del universo, acompañada
de su incomprensión y su tiranía, abriendo la boca y suspirando sintiendo a su
vez que se quedaba sin aire. De pronto sintió como una mano se posaba en su
pecho izquierdo, sintiendo el tacto suave de un pulgar acariciando su pezón.
-A ver como
late tu corazón por mí.-Dijo la única voz que deseaba escuchar.
Tranquilamente dirigió la mirada
hacia el pijama blanco que llevaba puesto y observó cómo de donde había posado
aquél hombre su mano el tejido níveo se encharcaba de sangre, tiñéndolo por completo. Aterrorizada buscó refugio de nuevo en su mirada, y esta vez su suspiro
se ahogó.
-Lo siento, he hecho que se
desangre un poco tu dolor. Mañana por la mañana te despertaras intacta y sintiéndote
un poco mejor, pero para tu desgracia seguirás recordándome.